La Partícula Divina
En el principio mismo había un vacío —una curiosa forma de estado de vacío—, una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso… Esperad un minuto. Antes de que caiga el peñasco, tendría que explicar que en realidad no sé de qué estoy hablan-do. Una historia, lógicamente, empieza por el principio. Pero este es un cuento acerca del universo, y por desgracia no hay datos del Principio Mismo. Ninguno, cero. Nada sabemos del universo antes de que llegase a la madura edad de una mil millonésima de una billonésima de segundo, es decir, nada hasta que hubo pasado cierto tiempo cortísimo tras la creación en el big bang. Si leéis o escucháis algo sobre el nacimiento del universo, es que alguien se lo ha inventado. Estamos en el reino de la filosofía. Sólo Dios sabe qué pasó en el Principio Mismo (y hasta ahora no se le ha escapado nada). Esto, ¿por dónde íbamos? Ah, ya… Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso, el equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló.
En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo. De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se disolvían en radiación y volvían a materializarse. Ahora, por lo menos, estamos manejando unos cuantos hechos y un poco de teoría conjetural.) Las partículas chocaban y generaban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban mientras se formaban y disolvían agujeros negros. ¡Qué escena! A medida que el universo se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se fueron juntando unas a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los protones y los neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de polvo que, sin dejar de expandirse, se condensaron aquí y allá, con lo que se formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de estos, uno de los más corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, —una mota en el brazo en espiral de una galaxia normal— los continentes en formación y los revueltos océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de moléculas orgánicas hizo reacción y construyó proteínas.
Apareció la vida. A partir de los organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales. Por último, llegaron los seres humanos. Los seres humanos eran diferentes fundamentalmente porque no había otra especie que sintiese tanta curiosidad por lo que le rodeaba. Con el tiempo hubo mutaciones, y un raro subconjunto de personas se puso a merodear por ahí. Eran arrogantes. No se quedaban satisfechos con disfrutar de las magnificencias del universo. Preguntaban: ¿Cómo? ¿Cómo se creó? ¿Cómo podía salir de la «pasta» de que estaba hecho el universo la increíble variedad de nuestro mundo: las estrellas, los planetas, las nutrias de mar, los océanos, el coral, la luz del Sol, el cerebro humano? Los mutantes habían planteado una pregunta que se podía responder, pero para ello hacía falta un trabajo de milenios y una dedicación que se transmitiera de maestro a discípulo durante cien generaciones. La pregunta inspiró también un gran número de respuestas equivocadas y vergonzosas. Por suerte, estos mutantes nacieron sin el sentido de la vergüenza. Se llamaban físicos. Hoy, tras haber examinado durante más de dos mil años esta pregunta —un mero abrir y cerrar de ojos en la escala cosmológica del tiempo—, empezamos sólo a vislumbrar la historia entera de la creación. En nuestros telescopios y microscopios, en nuestros observatorios y laboratorios —y en nuestros cuadernos de notas— vamos ya percibiendo los rasgos de la belleza y la simetría primigenias que gobernaron los primeros momentos del universo. Casi podemos verlos.
Pero el cuadro no es todavía claro, y tenemos la sensación de que algo nos enturbia la vista, una fuerza oscura que difumina, oculta, ofusca la simplicidad intrínseca de nuestro mundo. ¿Cómo funciona el universo? Este libro trata de un solo problema, que viene confundiendo a la ciencia desde la Antigüedad. ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la materia? El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad atomos (literalmente, «que no se puede cortar»). Este á-tomo no es el átomo del que oísteis hablar en las clases de ciencias del instituto, no es como el hidrógeno, el helio, el litio y así hasta el uranio y más allá, que son entes grandes, pesadotes, complicados conforme a los criterios actuales (o según los de Demócrito, por lo que a esto se refiere). Para un físico, hasta para un químico, los átomos son verdaderos cubos de basura donde hay metidas partículas más pequeñas —electrones, protones y neutrones—, y los protones y los neutrones son a su vez cubos llenos de chismes aún más pequeños. Tenemos que saber cuáles son los objetos más primitivos que hay, y hemos de conocer las fuerzas que controlan su comportamiento social. En el á-tomo de Demócrito, no en el átomo de vuestro profesor de química, está la clave de la materia.
La materia que vemos hoy a nuestro alrededor es compleja. Hay unos cien átomos químicos. Se puede calcular el número de combinaciones útiles de los átomos, y es enorme: miles y miles de millones. La naturaleza emplea estas combinaciones, las moléculas, para construir los planetas, los soles, los virus, las montañas, los cheques con la paga, el valium, los agentes literarios y otros artículos de utilidad. No siempre fue así. Durante los primeros momentos tras la creación del universo en el big bang, no había la materia compleja que hoy conocemos. No había núcleos, ni átomos, no había nada que estuviese hecho de piezas más pequeñas. El abrasador calor del universo primitivo no dejaba que se formasen objetos compuestos, y si, por una colisión pasajera, llegaban a formarse, se descomponían instantáneamente en sus constituyentes más elementales. Quizá no había, junto a las leyes de la física, más que un solo tipo de partícula y una sola fuerza —o incluso una partícula-fuerza unificada—. Dentro de este ente primordial se encerraban las semillas del mundo complejo donde evolucionarían los seres humanos, puede que, básicamente, para pensar sobre estas cosas. Quizá os parezca aburrido el universo primordial, pero para un físico de partículas, ¡esos eran los buenos tiempos!, esa simplicidad, esa belleza, por neblinosamente que las vislumbremos en nuestras lucubraciones.